El lamentable suicidio reciente de un socorrista de la Cruz Roja de apenas 23 años de edad trajo a mi mente una conversación que tuve hace más de una década con el Dr. Jesús Amaya, profesor e investigador de la Universidad de Monterrey y experto en relaciones padres e hijos. Él decía en el año 2008 que como sociedad estábamos educando niños sin resiliencia -una palabra entonces desconocida para mí- y me explicaba que era la capacidad que tienen la palmeras de doblarse al máximo durante los huracanes para luego ponerse en pie.
La palabra viene del inglés “resilience” y recuerdo haberla buscado sin éxito en el Diccionario de la Lengua Española. Ahora es aceptada pero aún sin ser tan conocida: en el año 2017 encabezó la lista de palabras más buscadas entre las 65 millones de consultas mensuales al diccionario. También está entre las que más se buscan con una escritura equivocada: “resilencia”.
La resiliencia es la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. Una segunda definición habla de la capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido. Resiliente es otro término aceptado para algo o alguien que tiene resiliencia.
El Dr. Amaya decía hace más de una década que estábamos educando niños sin tolerancia a la frustración y sin capacidad para recuperarse de un fracaso, lo que provocaría que en el 2020 el suicidio estará entre las principales causas de muertes juveniles y habría casos de muchachos quitándose la vida “porque reprobaron un examen universitario, porque los dejó la novia o porque los padres les quitaron el automóvil”.
Interesante esta reflexión y muy bien explicada la definición de este vocablo con el ejemplo de la palmera, ¿no creen?
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