Panamá estuvo de fiesta el fin de semana como país anfitrión del Torneo Norcenca (Norteamérica, Centroamérica y el Caribe) del juego de las palabras cruzadas. Nueve países, 38 jugadores y miles de palabras sobre el tablero derivaron en una gran experiencia y solamente dos ganadores: Francisco Javier Guerrero, de México, en la modalidad Clásica, y Alejandro Terenzani, en la Duplicada. ¡Felicidades!
Gracias a Palabras en Juego por la oportunidad de extender aquí mi agradecimiento a la Asociación Panameña de Scrabble por el intenso trabajo de organización y a nuestros visitantes internacionales por acompañarnos.
Quedan grandes recuerdos y aprendizajes de este torneo y también les compartimos aquí este cuento basado en una lista de panameñismos, escrito por Esteban Girón. ¡Que lo disfruten!
Del mismo árbol, bajo el mismo sol
Esteban A. Girón V.
Asociación Panameña de Scrabble para Palabras en Juego
Desde que era un chichí, Inocencio demostró que estaba para grandes cosas. Por ejemplo, no importaba cuántas onzas de leche con cereal tuviera la mamadera que le preparaban, él se tomaba hasta la zurrapa. A medida que fue creciendo, su papá, el mayor picaflor de ese rastrojo (a quien extrañamente le habían metido ese cují), se dio cuenta de que el pipiolo era especial. Tanto Venancio, como su esposa Marianela, le hicieron cuanta morisqueta pudieron desde bebé para estimularlo, pero ambos, cada uno a su manera, comprobaron que el muchacho era medio mogo. Su mamá, que aportaba a la casa desde antes que se arrancharan haciendo tembleques y polleras, hacía lo posible para que el niño no se amachinara y le daba tareas en las que no hubiera oportunidad de fallar, porque Inocencio era de veras chambón. Todo lo hacía con una pachocha bárbara, todo menos comer. Nunca hubo que barbearlo y verlo papearse una bangaña llena de su comida favorita, concolón con refrito, era todo un poema.
Venancio no llevaba nada bien la situación de su hijo. No entendía a qué se debía esta salazón, ¿quizás por ser tan tracalero y boquisucio? A pesar de ello, le enseñó a no dejarse ningunear ni agarrar de congo por nadie. En una ocasión, engomado y sentado bajando cervezas afuera de la bodega del pueblo con su gavilla, divisó a Inocencio aproximándose. El acholado muchacho venía salomando con su chácara cruzada y una jaba en mano caminando con intención, ya que su madre le había encomendado conseguir unos mangos del terreno de los Jiménez. Su padre le preguntó a dónde iba y el niño comenzó a explicar cancaneando, lo que resultó en un enérgico repelón de su padre. Esto desató las carcajadas de sus compañeros de tragos y hasta escuchó a uno decir entre dientes: ─Ese chiquillo sí está “ahuevao”─, lo que hizo que Venancio se desatara como fuego avivado por querosín iniciando un zafarrancho, gritando desaforado que eso era una lisura y esto y lo otro, pero todo cesó en minutos al son de otra ronda de cervezas. Se apartó del grupo para excusarse con su hijo y ya entrado en copas, le dijo mientras lo apercollaba: ─Hijo, es que yo siempre quise que llegaras más alto que yo─. Inocencio siguió su camino decidido a completar el mandado de su mamá (ella le hacía ver que estaba camaroneando) hasta que vio el árbol más frondoso y lleno de mangos maduros de toda su vida y le dio la impresión de que había más frutos que hojas. Inocencio se puso manos a la obra.
Marianela trabajaba cómoda en su taburete, en el portal, concentrada en un encargo para Ña Felipa, cuando se percató de la hora que era. Caía un refrescante bajareque. Ni Venancio ni Inocencio habían llegado y, como eran pasadas las seis de la tarde, comenzó a mortificarse. Se emperifolló un poquito y salió a buscar a los hombres de la casa. Halló al papá de la criatura riendo y bailando solo, mientras los pocos amigos que quedaban se sentaban rectos y ponían cara de sobrios. Marianela lo envainó y le transmitió su preocupación, por lo que en segundos ya habían emprendido camino a la finca de los Jiménez y todo al que se cruzaban se iba uniendo al equipo de búsqueda. Como el sol aún no se ocultaba del todo, lograron verlo. ¡El chiquillo había trepado hasta la curumba del árbol! El molote de gente que los acompañaba profirió un suspiro de susto casi al unísono, mientras aceleraban el paso para llegar a ayudar a Inocencio. Visto más de cerca, sus papás se percataron de que estaba cargado de mangos en todo lo que pudo llenar, ¡hasta los bolsillos! Pero también percibieron que le sería difícil bajar sin soltarlos. Venancio le gritó: ─¡Hijo, tire los mangos!─. A lo que Inocencio replicó: ─¡No, papá, se van a apolismar!─. Tomó casi la intervención de medio pueblo para convencer al niño, incluso el Padre Manolo le habló (aunque estaba pensando más en darle la extremaunción) y ya casi no había luz, pero el chiquillo finalmente accedió. Estuvo pendiente de que todos los mangos estuvieran a salvo y comenzó a bajar poco a poco, pero estuvo tanto tiempo asido al árbol, que su resina le provocó un carache en los antebrazos y no soportaba la rasquiña. Estaba resultando un reto no ceder a la picazón y a medio camino, perdió la concentración y cayó estrepitosamente para el horror de todos, golpeando varias ramas. Fue como si el tiempo se detuviera, pues todos veían paralizados el cuerpo descachalandrado de Inocencio al pie del árbol, sin hacer nada. Marianela fue la primera en salir del estupor y, al ver que no reaccionaba, bajó cuanto santo conocía y dijo para sí cuanta oración se sabía. En segundos, que parecieron horas, el niño abrió los ojos con una intensa bocanada de aire y alcanzó a decir aún débil: ─¿Vio papa, qué alto llegué?─.
Con mucho esfuerzo, Venancio y Marianela llevaron a Inocencio al Centro de Salud más cercano (estaba casi a 50 kilómetros) y para su fortuna, después de todas las evaluaciones, el chiquillo no tenía secuelas. Se había golpeado la cabeza con las ramas camino al suelo y de ñapa se sacó los incisivos superiores. Pero, aunque estaba fuera de peligro, sus papás comenzaron a percibir algunos cambios. Lucía más despierto, no gagueaba y poco a poco, las burlas eran cosa del pasado. Pasó meses bocacho hasta que le salieron los dientes permanentes, pero curado de la ahuevazón, casi no se notó el esfuerzo que estuvo haciendo todo ese tiempo para disimular con la bemba que le faltaban los muebles. Inocencio era otro, parece que el tanganazo que se dio fue milagroso y pronto comenzaron los bochinches de que finalmente el pueblo de El Sumidero podía soñar con tener su primer doctor.
Pasaron los años y todavía se recordaba “el milagro del palo de mango” y más hoy, que Inocencio viajaba a la capital a estudiar medicina. Una buena parte del pueblo lo acompañó a coger la chiva y de distintas maneras le desearon lo mejor. Era como si las esperanzas colectivas de El Sumidero fueran en sus hombros y el joven adulto no los iba a defraudar. Montó sus cosas al transporte, volteó a ver a sus padres y les dijo con una sonrisa: ─No se me vayan a acabangar…─. Y se fue.
Al llegar a Panamá, lo primero que pensó es que jamás había visto en un solo lugar gente tan distinta (él no era precisamente un bachiche, más bien un cholo más) y decidido a triunfar, reflexionó en que todos somos mangos del mismo árbol, bajo el mismo sol.
Palabras en juego les invita a releer…
Muchas gracias por tu mensaje, Solange. Fue un esfuerzo conjunto liderado por Rubén, el presidente de nuestra Asociación Panameña de Scrabble.
Qué belleza amigo! Lindo el esfuerzo que tuvieron para realizar ese mini mundial y este artículo que alimenta el alma y el conocimiento para todos los que nos une, pasión por las letras!