El escritor argentino Jorge Luis Borges decía que no se ufanaba de las páginas que había escrito, sino de las que había leído. Su formación intelectual consolidada en su oficio como bibliotecario, más una fértil imaginación, fueron la clave para atraer a muchos lectores a transitar sus complejos laberintos textuales llenos de espejos y de sueños. Por eso, de la mano de este reconocido bibliófilo, queremos pasearnos por diversas palabras asociadas al libro.
Aclaramos que este breve recorrido por el mundo libresco puede resultar una pérdida de tiempo para cualquier iliterato. A los ignorantes o no versados en ciencias ni letras poco les importará saber que exlibris proviene de la expresión latina “de entre los libros” y designa una etiqueta que identifica al dueño o a la biblioteca a la cual pertenece un ejemplar; quizás también desconozcan que los códices (códex) son libros manuscritos de gran valor histórico. Entre ellos destacan los códices prehispánicos escritos por los mayas, aztecas y mixtecas, a partir de complejos jeroglíficos.
Seguimos avanzando y les contamos que en 1456 ocurrió un cambio radical en la forma de producir los libros pues el alemán Johannes Gutenberg creó la imprenta moderna. Allí, además de la biblia, se reprodujeron libros litúrgicos como el leccionario, el misal, el breviario y el martirologio. Desempeñarse como lector en el seno de las comunidades religiosas medievales era un asunto de orden sagrado, de allí que se exigía a los canónigos lectorales tener un dominio de las lenguas, especialmente del latín culto. Otros vocablos para referirse a este oficio son lectoría o lectorado. Un dato interesante es que estos libros publicados antes de 1501 se denominan incunables, ediciones antiquísimas que hoy
son fuente de estudio para la bibliología.
Ahora bien, desde la invención de la imprenta han transcurrido varios siglos y la tecnología hizo posible la creación de audiolibros y de libros digitales. Eso ha hecho que los pesados portalibros provistos de correas y tablas sean cosa del pasado pues, ahora en un megabyte pueden guardarse colecciones completas. Aunque, por muchas ventajas que ofrezcan los dispositivos electrónicos, los amantes del formato impreso jamás cambiarían el placer de aspirar el olor que emana cuando se abre un libro nuevo.
Los libros son importantes pero no todo lo publicado en el ámbito libreril propio de los bibliopolas o bibliópolas (libreros) tiene la misma valía porque en el mercado circulan librachos, libracos y librejos cuyos autores asumen poses de literato para aparentar una falsa sapiencia. Solo los neolectores de reciente alfabetización pueden compartir sus ideas porque creen que librazo es sinónimo de una obra bien escrita.
De este fugaz tránsito por el universo libresco concluimos que estos nos informan, instruyen y divierten. Si los miramos, cual si fuesen un espejo, también nos confrontan. En sus páginas fluye todo el caudal de conocimientos que la humanidad ha producido desde épocas remotas y en ellos caben todas las infinitas posibilidades que Borges prefiguró en su fantástico cuento “La Biblioteca de Babel”.
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